¿Por qué nos gusta la París – Roubaix?

Arenberg

El infierno del norte, a veces demasiado literal, se lleva la vida de aquellos ciclistas que, intentando juntarse tan pronto con sus ídolos, caen desplomados, exhaustos en el esfuerzo, emulando a Tom Simpson en Mont Ventoux.

Y es por eso que nos gusta tanto, porque el imposible de dar la vuelta por el velódromo de Roubaix nos hace felices, nos emociona solo con ver como llenos de barro y cansancio van cruzando uno a uno la línea de meta. Porque decir ‘yo terminé una París – Roubaix’ es casi más bonito que ganar ‘el pedrusco’. Porque aunque ya no estén en el pelotón, seguimos viendo los duelos de Cancellara y Boonen en nuestra retina.

Porque para nosotros, el Carrefour es más que un supermercado, es el momento de aferrarse al sillón, no apartar la vista, y gritar el nombre de tu corredor favorito, en mi caso, Hayman. Porque, aunque sea feo decirlo, deseamos que llueva, para que el ciclista, que bastante tiene con los 250 kilómetros de carrera, pase a ser legendario. Porque atrás quedan la edición de aquella París – Roubaix que enfrentó a dos naciones.

Porque el paso de Arenberg es tan estrecho y bélico como las Termópilas. Porque fue aquí donde Tom Boonen decidió poner punto y final a su carrera. Porque aunque nos quieran vender que la vida sigue, es mentira, la primavera deja de tener sentido y la realidad te choca duramente cuando el lunes suena el despertador, ni siquiera las Ardenas nos hacen soñar tanto.

Porque, aunque nunca hayamos tenido la suerte de tener un campeón español, nos conformamos con ver cómo Juan Antonio Flecha igualó las marcas de Miguel Poblet. Porque es un fiel reflejo de lo que es la vida, cuando no puedes más, otra losa de adoquines caen encima de tus hombros para ponerte a prueba. Por eso, y por tantas cosas, amamos la París – Roubaix.

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