¡Qué bonitas son las contrarrelojes!

Es bien sabido por todos que en la antigua Roma el público enloquecía con la lucha de gladiadores. Uno contra uno. Uno vivía, el otro moría. Uno tendría un gran banquete para festejar, el otro sería el banquete de los leones. Uno era eterno, el otro ni siquiera tenía ritual funestre. Como en el ciclismo. Como en la contrarreloj, un arte en peligro de extinción.
El duelo definitivo. La lucha que determina quién es el más fuerte, la que obliga a que tus fuerzas, tanto físicas, como mentales, se unan, remen en la misma dirección. Porque sí, porque si las piernas fallan estás jodido, pero como tu mente no sea capaz de parar el dolor de tu cuerpo estás muerto.
Una forma de entender la vida. Corriendo, sin perder un segundo en tonterías, sólamente en lo verdaderamente importante, como Indurain, para algunos a la altura de Steven Spielberg, y para otros, sangriento y violento como Tarantino. Y si no me creen que se lo pregunten a Chiappucci, Bugno o Rominger. Los tres siempre tirados a los leones.
Una partida de poker entre tú y tú cuerpo. Se trata de ir de farol, para que tu corazón y tus pulmones no sepan que no puedes más. Pero también hay mística. Se reza porque el viento, la lluvia y hasta la Santísima Trinidad estén de tu parte. Y todo esto en menos de 40 kilómetros.
Emoción, crueldad, arte al fin y al cabo. Pero un arte en peligro de extinción. Se lo quisieron cargar para que no volviera a reencarnar una figura como la de Don Miguelon triturando a sus rivales en Francia, sin darse cuenta que es la disciplina que nos devuelve a la infancia, a las carreras en el pueblo por ver quien era el más rápido en ir de la plaza hasta la casa de la abuela.